Para unos, el asesino del tango; para otros, su resurrector. Para unos, vició las esencias de su ritmo con un hibridaje corruptor; para otros, lo salvó, reinventándoselo, de convertirse en una reliquia de museo regional. Esa es la doble percepción unida a la figura de Astor Piazzolla hasta su muerte en 1992. La que unos y otros parecen olvidar es aquella frase de Enrique Santos Discépolo, uno de sus máximos poetas, que definió al tango como «un pensamiento triste que se baila». Según esa definición, el "Nuevo tango" o "Libertango" creado por Piazzolla tiene tanta legitimidad como cualquier otro tango, por canónico que fuere; máxime porque la manera de "pensar" el tango de Piazzolla, amén de personal e innovadora, es de gran calidad musical y de una conectividad inmediata con el oyente. Pero, tras toda la polémica sobre Piazzolla y su nueva manera de encarar el tango, está la Música con mayúscula; por encima de la pervivencia de un género concreto está la pervivencia de la música como forma de expresión artística. Toda la formación musical de Pizzolla, que va de Carlos Gardel a Nadia Boulanger -y de Bach a Sinatra-, una formación también humana y vital que aúna Buenos Aires, París y Nueva York, adquiere sentido cuando utiliza como herramienta compositiva, como venero de inspiración y como corriente nutricia el tango, igual que Falla y Lorca utilizaron el cante jondo o los músicos nacionalistas del XIX el folklore. Piazzolla es uno de los escasos músicos de la Historia que ha sabido renovar tanto una manifestación musical popular concreta y cerrada en sí misma -el tango- convirtiéndola en género de concierto universal, como el lenguaje musical culto de su momento, que parecía encastillado en fórmulas atonales incomprensibles para una mayoría del público. Para valorar debidamente la figura de Astor Piazzolla hay que buscarla no a través del tango, sino oculta tras él.