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Los orfebres del cobre

Julie Sopetrán
Todo el pueblo de Santa Clara es un centro artesanal, lo componen familias que viven del cobre y son orfebres, artistas, artesanos del fuego
Michoacán – México
Fotos de: Julie Sopetrán
Durante uno de mis viajes a Michoacán en el mes de junio, visité la artesana población de Santa Clara del Cobre, situada a 75 kilómetros de Morelia, cerca de Páztcuaro. El viento movía los árboles y los remolinos del verano ostentaban su polvareda entre los verdes pinares y los preciosos aguacateros. El guía, Raúl y yo, nos detuvimos un instante y lo que era un remolino nos pareció un tornado. Nos paramos por la belleza que elaboraban las manos invisibles del viento en aquellos caminos de polvo veraniego. Las grandes montañas que rodean este lugar paradisíaco ubicado en la Sierra de Uruapan, nos hablan de un poblado minero, como son las vetas de Inguarán y Opopeo, que tanto interesaron a los españoles que hasta allí llegaron, estas minas hoy no son productivas pero sí atractivas a la hora de admirar el dorado metal tan artesanalmente tratado y trabajado por este pueblo purépecha. Ya casi se escuchan las músicas de los martillos y los marros, suena a música de hogar, de familia... Se siente en el ambiente el calor de las fraguas y se respira ese olor a cobre por sus callejas. Fue Fray Martín de Jesús el que fundó este lugar en 1521 y en 1553 se la llamó de la forma que hoy la conocemos. Más tarde se la cambió el nombre por el de Santa Clara de Portugal y en 1932 era conocida esta ciudad como Villa Escalante. Pero este nombre no duraría mucho tiempo debido a que allí se establecieron las monjas de Santa Clara. Y hoy así se la conoce a la ciudad, como Santa Clara del Cobre. Después de admirar y transpasar la Galería del Taller García, me adentro hasta los talleres donde un grupo de hombres fuertes elaboran auténticas obras de arte a fuerza de martillo, fuego y sudor, con la destreza de los punzones y los cinceles, las pinzas, los picos, los marros... Rafael Sarco Soto me va explicando el proceso y los pasos que tienen que dar para conseguir esa brillantez, esa textura en los cazos, en las ollas, en las calderas –que me recordaron los tiempos de mi abuela, donde se hacían las ricas morcillas castellanas- tantas piezas cultivadas por la mano del hombre que son auténticas joyas trabajadas con este preciado metal. Si con el barro México hace maravillas, con el cobre hace prodigios. Los antiguos indígenas purépechas ya martilleaban este metal y así se lo enseñaron a sus descendientes, que lo han perfeccionado del golpe, del fuego y la mucha dedicación. Y así podemos verlo en los millares de utensilios y obras de arte que podemos tocar y admirar incluso en las calles de Santa Clara del Cobre, un pueblo-museo, un museo-pueblo a dos pasos de la capital michoacana, un lugar que recomiendo visitar en los viajes a México.  Merece la pena adentrarse en sus callejuelas, en su museo del cobre, en sus tiendas abarrotadas de arte. La paz que se respira en la montaña me transporta a ese sentimiento de contemplación que embellece la vida ante el trabajo abnegado de estos artistas que pulen y dan color al tiempo. Un tiempo mágico que está lleno de autenticidad y de vida. Rafael, me explica que primero hay que calentarlo en la “cendrada”, una especie de pozito poco profundo donde se va alimentando el fuego, es en la cendrada donde el fuego, el carbón de pino, funde el metal para después modelarlo a fuerza de martillo. Y todavía estoy escuchando la música que entre cuatro o cinco hombres componen con sus martillos como si en cada sonido hubiera un acuerdo establecido previamente para no machacarse los dedos, los brazos o las rodillas, pero que en realidad es la armonía misma no sólo del sonido sino también del temple y la cordura, para de esta forma no maltratar el cuerpo. Aunque son muchas las veces que se hieren sin haberlo premeditado. Y es así cómo se forja el cobre. Al fondo del taller unos grandes fuelles hacen su oficio de viento para atizar las brasas que enrojecen la forma, dos hombres se encargar de mover los manillares de madera para que así el fuego sea constante, cuando el operario de los fuelles es un niño, a éste se le llama “zorrillo” y al fuelle también se le llama “hechizo”. El fuego amargo, que consigue victorioso el calentamiento del metal. Más tarde es el cincel el que dibuja los caprichosos peces, o los distintos dibujos elaborados y el brillo se obtiene con el calor y el martillo y la fuerza indiscutible del hombre. Cuando el cobre ya está al rojo vivo, es cuando se usan las tenazas y se extrae del fuego para martillearlo. Y es así como de un trabajo tan rudo y fuerte nace la obra de arte. Rafael me sigue explicando los utensilios que usa su equipo de trabajo, la candonga para dar altura. Las tenazas, la tijera, el compás, las pinzas y el cincel para el esgrafiado, la bigornia donde se le da la forma. Tienen varias clases de martillos, el pequeño para sacar el brillo o los gajes, otro para laminar en el yunque. Luego, me explica que para dar la forma al objeto trabajado se pueden tardar hasta 600 horas martilleando varios hombres, y algunas piezas, todas únicas, hay que meterlas al fuego hasta 280 veces para luego poder modelarlas por la fuerza del hombro. Y es con estos calentamientos y golpes como se llega al rojo blanco y ya se baña la pieza con ácido sulfúrico y es cuando se talla con la fibra de acero, luego se baña de agua y jabón y así es como se pule hasta que se obtiene el brillo deseado. Quiero hacer honor al trabajo de estos hombres, nombrándolos uno por uno. Ernesto Velázquez Reyes, que me asegura que le gusta su trabajo y que lo hace desde siempre. Omar, Juan y Roberto Lonato Rojas, que son familia y que han crecido aprendiendo tan duro y delicado arte. Agustín Cardona y Roberto Velázquez que a fuerza de golpes cincelan y diseñan toda clase de enseres, copas, vasijas, cazos, cascabeles zoomorfos, miniaturas, esculturas, aretes, llaveros, bezotes, platos, cacerolas... y todo lo hacen con sus martillos, marros, hongos, bordones. Es admirable observar su conocimiento heredado. Su indiscutible arte conservado desde siglos atrás, incluso anterior a la época gloriosa del humanista Tata Vasco. Todo el pueblo de Santa Clara es un centro artesanal, lo componen familias que viven del cobre y son orfebres, artistas, artesanos del fuego, del fuelle y del espacio, todos aprenden de los mayores y enseñan a los hijos a serlo, a calibrar el tiempo por el arte. Me llama mucho la atención ver cómo se respeta el conocimiento de los mayores. La Madre Experiencia es en Santa Clara, un ejemplo de dignidad y arte, un ejemplo a seguir por los más jóvenes. Ya que los viajeros, los turistas, pasamos a veces de largo, sin apreciar del todo esta grandeza artesanal de Michoacán, de México, que nos da un ejemplo vivo de grandeza. Porque es entonces y aquí, donde apreciamos lo que hemos perdido en Europa. Yo me quedo asombrada de la conservación de estas artesanías que sólo acercándonos a ellas, tocándolas con nuestros ojos, comprobamos, como Santo Tomás, que aún existen. Como existe la Escuela Taller Vasco de Quiroga, o la Sede de Unión de Artesanos. Ojalá que los Gobiernos promocionen y apoyen la Preservación y el futuro de estas artesanías. Ojalá que Santa Clara del Cobre no se contamine de burocracias absurdas y conserve su gran riqueza ancestral purépecha, ejemplo inequívoco para muchas culturas ya casi perdidas. Amigo viajero, si todavía quieres regresar a mesoamérica, al México profundo, hondo, bello, en agosto se celebra un concurso de Piezas de Cobre Martillado, participan más de trescientos artesanos, acércate a compartir con ellos la belleza y a respirar el arte, no te olvides de SANTA CLARA DEL COBRE, Michoacán, México. Aprenderás del fuego amargo, la gran lección del Arte que es la vida misma desde su gran y perfecta sencillez de vivirla con imaginación y sabiduría. Hace poco a Santa Clara del Cobre le dieron el merecido título de Pueblo Mágico.  

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