La Chamana, vestida con su poncho rojo y negro, abre los brazos en un saludo de esos que suenan a adiós. Ella, que había vivido siempre en una continua despedida, sabe que esta vez es la definitiva. Lo que más desea es acabar ahí, sobre el escenario. Dar su último respiro entre los versos de alguna de las canciones compuestas por su compañero de tequilas José Alfredo. Quiere agotar sus últimos minutos entre las canciones que le han ido desgarrando el alma toda y cada una de las veces que se ha subido a un escenario. Pero la muerte no quiere llevársela ese 10 de julio de 2012. Al menos no quiere arrancarle la vida en Madrid, tan lejos de ese México que la hizo artista a base de palos, y tan cerca del lugar donde renació.

Chavela había nacido cantando y quería morir de la misma manera. Pero se lo pensó una última vez. Prefirió irse en la tierra que con 17 años se convirtió en su verdadera casa. La tierra a la que llegó desde Costa Rica siendo María Isabel y que la acabó convirtiendo en Chavela. En México la esperaba “ese ser desconocido que era el arte”.

Llegó al México de Lilia Prado y Pedro Infante, pero prefirió resguardarse en el de Frida y Diego. Quedó prendada de la pintora. “Fue un deslumbramiento, la cara, los ojos. Pensé que no era un ser de este mundo. Sus cejas juntas eran una golondrina en pleno vuelo”, rememoraba años después.

Pero la que estaba deseosa de volar era Chavela. Se puso los pantalones antes que ninguna otra y ahogó sus temores en tequila para convertirse en la más dura y la más desgarrada de la canción mexicana. “Tomate esta botella conmigo”, cantaba mientras que junto a su fiel José Alfredo Jiménez vaciaban todas las botellas de los bares donde paraban. Y cuando él se fue, lo que quedó vacío fue el corazón de Chavela.

La Chamana se sumía en su leyenda negra. El alcoholismo, como ella misma decía, se había convertido en una enfermedad de su alma. La Chavela solitaria y rota ahogaba las penas en tequila, siempre iba con pistola y se encontraba envuelta entre las sombras. Desapareció, dejó de subirse a los escenarios y se sumió en el anonimato en su casa de Tepoztlán. Tal fue su ausencia que muchos creyeron que había corrido el mismo destino que el desaparecido José Alfredo.

Los dioses mexicanos le dieron una segunda oportunidad. Entre rumores de chamanismo y misticismo reapareció a principios de los 90. España le abrió sus puertas, y la cantante entró en el país del brazo de Pedro Almodóvar, “su marido en la tierra”.  Se identificó con ese Madrid que acababa de renacer con La Movida, donde se habían derribado los muros de los prejuicios. Allí no tuvo temor a aceptarse públicamente, a convertirse en icono lésbico y darse cuenta de que con su voz podía abrir caminos para tantas otras mujeres que no se atrevía a amar a quien quisiesen.

La Chavela segura de sí misma volvía a pisar los escenarios al otro lado del Atlántico. Recorría las calles de Madrid junto a Sabina, ponía banda sonora a las películas de Almodóvar y cumplía su sueño de actuar sobre las tablas del Olympia de París.

La cantante había vuelto a nacer a los 70 años. México se rendía de nuevo ante la gran dama. Aprovechó cada momento de esos veinte últimos años de su vida en los que Lorca se convirtió en su compañero de viaje. Al poeta le dedicó su último trabajo, La Luna Grande, que publicaba con 93 años.

Chavela regresaba en 2012 a Madrid para volverse a encontrar con ese espíritu de Lorca. Allí daría su último concierto, rodeada de esos amigos que la habían impulsado a renacer, aquel 10 de junio en el que se quería despedir sobre el escenario.

Después de una vida en dos colores, el rojo de la pasión y el negro del dolor; después de morir y renacer, la Chamana cantaba su última canción el 5 de agosto de 2012 en Cuernavaca, México, y nos dejaba envueltos en las sombras.